Agradecer el amor en secreto

La urbe en tinta negra

Judith Bravo Contreras/La urbe en tinta negra

Para contar un poco el misterio de lo innombrable que rodea a mi familia paterna me dan ganas de comenzar con esa frase del famoso Hilo Lacre o Pito Pérez:

“¡Pobrecito del Diablo, qué lástima le tengo, porque no ha oído jamás una palabra de compasión o de cariño!”

Yo tuve un tío abuelo, el único hermano de mi abuelo, el hermano mayor, que fue Canónigo, un grado o categoría eclesiástica que ejerce diversas funciones que no voy a enumerar porque no viene al caso. Para nosotros, los sobrino-nietos era “Tío Padrino”, porque nos bautizó a todos y porque se les dio la gana pedirnos nombrarlo así.

Nació en Morelia el 6 de octubre de 1896, en el seno de una familia donde la tradición era formar sacerdotes cada generación (incluso sé que a mi papá tuvieron la osadía de meterlo al seminario por un tiempo, al igual que a sus 6 hermanos para ver quién salía con la vocación, evidentemente no lo lograron y fue una tradición que afortunadamente se interrumpió)

Mi abuelo y su hermano fueron hijos de una de esas familias de terratenientes que obligaban a sus hijos a estudiar carreras que le dieran prestigio a la familia, es por eso que mi abuelo fue médico y su hermano sacerdote.

De muy joven, mi padrino se hizo de un amigo, que vamos a llamar Juan, un campesino hijo de uno de los trabajadores de la familia, quien también laboraba en las faenas y en el campo.

Niño inquieto, servicial, al que mi tío protegía de las golpizas y maltratos, compartían paseos, pláticas, secretos, mi tío le regalaba ropa, juguetes, incluso lo enseñó a leer y a realizar operaciones aritméticas. Pese a la diferencia de las edades, se hicieron amigos inseparables.

Hasta el momento en que la familia decidió que era hora de enviar a mi tío al encuentro de la vocación sacerdotal. Los separaron en la juventud, cuando mi tío entró al Seminario.

Ingenioso, Juan se las arregló para trabajar de peón o mandadero de los padres de la academia en el Seminario. Y en los ratos libres, a escondidas, se veían, compartían las enseñanzas, lecturas y dicen, que mi tío también le enseñó latín, para que pudiera entender la misa que oficiaba dando la espalda a los parroquianos.

Nunca se alejaron el uno del otro. A pesar de la diferencia en el estatus social que ahora se marcaba, y me gusta pensar que el besar la mano del Padre era más que una muestra del respeto protocolario.

En realidad siguieron siendo amigos toda la vida y no se decía ni se preguntaba nada. Finalmente era el hermano mayor y el sacerdote. Cuando mi abuelo tuvo la oportunidad de construir la casa grande, construyó 14 recámaras para que habitaran los hijos, mi tío padrino, los padres de mis dos abuelos, y la servidumbre. 14 recámaras, algunas con camas sin habitar.

Sin embargo, cuando Juan llegaba de visita a Morelia, desde Zamora, donde al final había hecho una familia, de todas las habitaciones vacías, se quedaba en la de mi tío, “porque tenían mucho que platicar”, decían, mientras los niños de la casa (los hermanos de mi papá) susurraban a escondidas: “ya llegó el novio de mi padrino”; lo de “novio” lo dejaron de decir cuando crecieron y se entregaron a los prejuicios y a cuidarse de qué dirán moreliano.

“El qué dirán moreliano” tenía sin cuidado a los dos viejos amigos, ellos ya habían encontrado su fórmula para vivirse. Así fue toda la vida. Hasta muy entrada la ancianidad.

Un día triste llegó uno de los hijos del amigo Juan a tocar la puerta de la casa muy temprano, para avisarle que su papá estaba agonizando y pedía el derecho de confesión y los santos óleos.

Mi padrino, tomó las crismeras,

“Por esta santa Unción y su benignísima misericordia, te perdone el Señor todo lo que has pecado con la vista, con el oído, con el olfato, con el gusto y la palabra, con el tacto, con el andar “

y su banda estola morada,

“Defiéndele desde Sión. Sé para él, Señor, una torre fortificada frente al enemigo. Nada adelante el enemigo en él. Y el hijo de la iniquidad no pueda dañarle. Escucha, Señor, mi oración. Y llegue hasta Ti mi clamor”

se fue directo a Zamora,

“Señor, ten misericordia. Cristo ten misericordia. Señor, ten misericordia. Santa María ruega por él. Todos los Santos Patriarcas y Profetas, rogad. Todos los Santos Apóstoles y Evangelistas, rogad. Todos los Santos Pontífices y confesores, rogad; Todos los Santos monjes y ermitaños, rogad.”

Llegó a los pies de su amigo, a darle la extremaunción, entró a la habitación y se arrodilló al lado de Juan. Pidieron estar solos.

“Señor, te suplico que olvides los delitos e ignorancias de su juventud; pero acuérdate de él en la gloria de tu caridad, según tu gran misericordia. Ábranse los cielos y alégrense con él los ángeles. Recibe a tu siervo, en su Reino. Recíbale San Miguel Arcángel de Dios, que mereció ser príncipe de la milicia celeste. Salgan a su encuentro los Santos Ángeles de Dios, y condúcele a la ciudad celestial de Jerusalén. Recíbale el bienaventurado Pedro Apóstol a quien se dieron las llaves del Reino de los Cielos”

Ellos se llevaron su secreto de confesión. Como el triste Hilo Lacre, fueron pequeños puntos de referencia entre lo humano y lo inhumano. ¡Lo humano! facultad de amar, tristeza de odiar, consuelo de llorar. ¡Lo inhumano! Impotencia de amar, goce de odiar, envidia ruin por no saber llorar

Agradecer una vida de sentirse acompañados, quizás agradecer el amor en secreto. La confesión de dos ancianos al final de la vida. Se la llevaron con ellos.

Mi tío le sobrevivió tres meses. La mañana del 14 de mayo de 1983, al ir rumbo a oficiar misa en Catedral, se cayó del camión que cruzaba la Calle Real, y ya nunca se levantó. Lo llevaron a un hospital atendido por monjas donde lo fui a ver con mi papá, en su cama de moribundo nos dio la bendición. Cerró sus ojos y nos sacaron de ahí para no ver cómo su alma abandonaba el cuerpo para ir al encuentro de su amigo.

 

judith.bravo@gmail.com

 

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