Santa Niña

La urbe en tinta negra / Judith Bravo Contreras
“…Ay, ay, asústame, por favor…”
-Jaime lópez-

La primera referencia que tuve de la Santa Muerte fue hace muchos, muchos años, gracias a una amiga que vivía en ese entonces en la céntrica zona de Tepito, un barrio marginal encajado en el Centro Histórico y que posee una larga tradición cultural en el imaginario de los mexicanos. Me gustaba mucho que me contara cómo era la cotidianidad del arrabal, las bondades y los terrores de vivir en barrio bravo, de la solidaridad de los vecinos, cómo defendían su territorio, al punto de morir en la raya a pesar de los pesares. Un buen día me contó el momento en que se atrevió a asistir a una ceremonia a la Santa Niña “… ahora solo atino a decirte que parte de esto fue como ser tragada entera por un cocodrilo y salir igualita”.

“Ser tragada por un cocodrilo y salir igualita”. ¿Y por qué no? La fecha era propicia, el único problema estaba en decidir entre pasar un domingo de lectura o un domingo místico en el cual, cualquiera que fuera el resultado, cambiaría el paisaje de mi propio imaginario religioso. Confirmado lo segundo, tomar, a medias, la decisión de lanzarse, sin anestesia previa, al feroz corazón de la Morelos.

En esta colonia, donde se combina la jerga comercial o la delincuencial, no hay lugar para la pose. Te hablan a punta de caló, galimatías, jerigonza, tatacha fu, caliche, cáliz o caliente, para sondear si perteneces o no. Sondean a través de un lenguaje que acarrea rebeldía, necesidades, palabras sagradas capaces de hacer temblar a las buenas conciencias.

Para internarse en esta jungla es menester ir acompañado de un habitante del lugar. Y de esa manera adquieres la llave, ellos son la puerta de acceso al hermetismo de las miradas que te siguen de principio a fin, para al final darte el paso a la romería que se congrega abarrotando las calles.

Mientras intento llevar la bitácora de este día, para bien o para mal, mientras lo hago, voy de mi corazón a sus asuntos.

Los minutos nos acercan a las 18:00horas; decenas de feligreses se van congregando. Algunos cargan sus imágenes de la Santa Muerte en los brazos. Habitantes de las diversas vecindades y gente que llega de los diferentes puntos de la ciudad, arribando por las peligrosas calles de Panaderos, Mineros, Ferrocarril de Cintura, el Eje 1 Norte y Congreso de la Unión, al altar más grande que está montado en una vivienda de la calle de Alfareros, en Tepito. La casa de doña Queta Romero, guardiana del Altar Mayor de la Niña Blanca.

Los devotos de la Santísima Muerte, se reúnen cada día primero del mes en el adoratorio principal en el Barrio de Tepito. Ese día en especial, dentro del subjetivo círculo de seguridad, no pasa nada, todos estamos medianamente seguros, que ya es mucho decir, porque en la Morelos, nada es culpa de nadie. Tranquilamente nos carga el payaso y nadie sabe, nadie supo.

Se llega al altar caminando, o de rodillas, se hacen turnos para pasar enfrente, mirar o dejar un regalo. Unos y otros depositan ofrendas: ramos de flores, manzanas, berenjenas, dulces, chocolates, puros, cigarros encendidos, botellas de agua, cerveza, vino, vodka, brandy, coñac, tequila, dinero y mantas con su imagen. La estatua de la Santa Muerte sujeta con mano descarnada una balanza cuyo platillo está repleto de billetes: libras esterlinas, dólares, euros, yenes y pesos. Los largos dedos muestran anillos, collares, pendientes. Como cada primero de mes, desde hace muchos años, los fieles cargan con imágenes, talladas, dibujadas, incluso tatuadas en el cuerpo. La raza se junta para rezarle a “La Huesuda Milagrosa”, a “La Reina de la Salud”, como algunos la llaman.

En ambos lados, en nichos en los muros, hay veladoras encendidas con adornos de papel negro en su base. La cera, el pabilo y el vidrio eran rojos. Al fondo, bloqueada por un cortinaje de terciopelo negro, una capilla dedicada a la Muerte Violenta. Alrededor del altar, en el piso, veladoras rojas, botellas de tequila, mezcal y cerveza, una jarra de agua negra, una tarántula disecada, lociones mágicas, hierbas y conjuros, semillas de colorín, una pistola de 9 milímetros, una 38 súper y una cuerno de chivo. Había jabones de limpias: Siete Plantas Mágicas, Siete Potencias, Víbora de Cascabel y Ven a Mí.

En el altar a la “Santísima” hay imágenes también de Oyá, Changó, Buda, el Mago Merlín, Shiva y una reproducción de la Piedad de Miguel Ángel, en donde La Santa Muerte es quien carga al Cristo.

Si eres macehual, perrada, purucha, vasallo entre la indiada y la broza, estás que ni mandado hacer para entrar y sobrevivir en la calle de Alfareros. No es difícil encontrar el lugar entre los devotos, a policías, bomberos y travestis, prostitutas, narcomenudistas e infinidad de personas que se dedican a profesiones consideradas como riesgosas, porque la muerte es lo más próximo en sus vidas y tratan de estar bien con ella.

Se rompe el estigma de que la adoración a la Santa Muerte es una práctica sólo de policías, asaltantes o narcotraficantes. El culto se ha extendido a todas las profesiones, personas, clases sociales.

Si una está en Tepito, independientemente de nuestro grado de valentía, la ‘vibra’ pesada se extiende, emanando cual manantial.

Si en algo estarán de acuerdo conmigo, y hasta lo podríamos firmar con sangre los defeños de hoy, es que por más protecciones a que una se encomiende siempre le tememos a la llegada de los bárbaros; el problema es que ahí no podemos adivinar quiénes son los bárbaros y quiénes no lo son. Y mi caso es realmente grave, pues yo veo bárbaros de un lado y de otro. Lo que me cuesta trabajo encontrar es la civilización.

Para las 19:30 horas, la calle está a reventar, iluminada con un reflector colocado en el altar. Pasadas las 20:00 horas, un hombre de mediana edad llega al lugar, toma el lugar del antiguo ‘sacerdote’, un dentista ajusticiado hace algunos años, de manera inexplicable para algunos, y clarísima para todos los demás. Y se presenta ante el tumulto como zapatero. Colocan una mesa con flores cerca del altar y la multitud se queda callada. Apretados, nos invitan a tomarnos de las manos en una cadena de fe y así empiezan los rosarios, repetir hasta el trance hipnótico misterio tras misterio, oraciones y plegarias para el bien de los marginados, los presos, las madres solteras, los niños, los ancianos y los drogadictos y los heridos en los hospitales.

La celebración de la Muerte, como cualquier otra ceremonia religiosa, se oficia con solemnidad y respeto. Al final lanzan porras y aplausos.

No importa ya si se les ha negado o no el registro como culto, a los devotos es lo que menos les interesa, su religiosidad no está en crisis.

Al finalizar la misa comienza la romería de dádivas: ofrecen como pago a los favores recibidos cigarrillos, dulces, se reparten gladiolas amarillas, veladoras, chocolates, flores y vasos de tequila y estampitas. Hay un muchacho, ubicado al paso de la gente, tiene enfrente una larga fila de creyentes esperando que sahúme sus imágenes con el cigarro de mariguana, le da el golpe y avienta el humo sobre las imágenes, o sobre los tatuajes. “A la Santísima le gusta que le echen humo”.

La Santa Muerte es una obradora de milagros convencionales y no convencionales. A ella pueden solicitarse cosas que no se le pueden pedir a un santo o a una santa de la Iglesia católica, como por ejemplo alguien que se dedica a la delincuencia puede buscar su protección mientras comete un crimen, un secuestro, un asalto, vende droga o roba coches, que los libre de emboscadas, traiciones y arrestos, que destruya a los enemigos. O para quienes moran en los palacios negros donde la injusticia y la violencia son pan de cada día. Porque “Todos tenemos la pata chueca”. Los pagos son mandas sencillas. A la Santa Muerte no se le piden milagros, sino favores. La gente la quiere porque es cercana, la muerte siempre viaja cerca de nosotros. Y es pertinente señalar que, para iniciarse, una imagen de la Santa Muerte debe ser regalada.

Una vez cumplido este viaje enormemente propicio para hablarnos de tú con la muerte, observo con toda claridad que no es demasiado difícil abrir la puerta de la jaula de los leones; que el problema está en volverlos a guardar. Y sin ánimo de negarlo, la Santa Muerte nos protegió haciéndonos “invisibles” en el círculo de seguridad de la calle en ritual. Ni pensar en ir solo, entrar y pretender regresar solo. En Barrio Bravo no hay que descuidarse. Porque no regresas.

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